“Ella no tenía con qué darnos de comer, nosotros éramos prácticamente un estorbo pa’ ella; yo tenía 9 años y mi hermana 7”
Facatativá, 2018. Desde su cómoda sala el viejo, Ariamiro Cárdenas Triana, tan único como su nombre, suspira, toca su frente en busca de olvidos vivos y de repente empieza a vivirlos…
Tobia, Cundinamarca 1956. Tiene 9 años, va agarrado de la pequeña mano de Francy su hermanita, además, por un camino empolvado, rumbo a la plaza con la colérica señora Bárbara, van a buen paso; justo en la ferretería de don Humberto Ramírez, a una cuadra de la plaza, se acerca la refinada Aura Gaitán de Ramírez, una mujer pálida, de piernas largas y rostro de maldad; doña Bárbara y la vieja bruja -así la recuerda él- se saludan, se preguntan entre ellas acerca de su salud, como si se importaran, de repente, la vieja bruja mira a la niña y con tono denigrante exclama: “¡Es que usted debería regalarme esa china! ¿pa’ qué la tiene allá?”. De la única forma en que el niño se pudo manifestar fue clavando su mirada en la vieja bruja, sin que su madre lo notara; la respuesta de doña Bárbara, bien merecido su nombre vale decirlo, rompió un silencio de cuatro segundos que para él fueron horas, diciendo: “¡no, no hay problema, llévesela! Ahora más tarde le llevo la ropa”. Inmediatamente, de la suya, se esfuma la pequeña mano de su hermanita y con una risa triunfante, la vieja bruja, se lleva a Francy; él la ve irse, acrecentando la angustia cual la distancia con cada paso que marcaba cada pequeña alpargata de su hermanita; en un momento sintió una lágrima, llena de odio e impotencia, resbalándose por su quemado rostro, mas con su mano sucia se limpió la cara y se tragó el llanto, sus mejillas llenas de tierra enrojecieron y con pucheros en la boca se fue con doña Bárbara, no tenía opción, a comprar lo que alcanzaba con seis monedas que llevaba en una bolsita de tela roja.
Llegando a la enramada donde vivían, pasó un perro, y aprovechando el descuido se roba una bolsa con un cuarto de libra de carne de res que colgaba de la mano del niño y en un parpadeo se esfuma, doña Bárbara suelta las bolsas e impulsa su cuerpo contra el niño soltando su enojo, manifestado en puñetazos y arañazos, uno tras otro en los ojos, la espalda y brazos del niño, mientras éste se acurruca en el piso de cascajo resistiendo uno a uno los golpes de su madre. Después de haber desahogado su ira en aquel niño, se pasa su mano pecosa por la cabeza arreglándose los cabellos que se salieron de su amarre con tela y toma aire, mira al niño con desprecio, recoge las bolsas que sus fuertes brazos podían llevar, entró a su enramada, cuando vuelve a mirar hacia la entrada del aposento está el niño con sangre en los brazos, los ojos hinchados con tonos morados a su alrededor… y sus piernas temblosas, entrando las bolsas que quedaron en la calle y con voz fuerte y tenebrosa la cruel madre le dice al niño: “¡Ariamiro, vaya traiga una caja pa’ echarle los chiros ahí a su hermana, pa’ llevárselos a la señora Aura!” y así fue, se le empacó y se le llevó la caja con ropa a la vieja bruja.
Ariamiro iba todos los días a ver a su hermanita, la veía barrer, cocinar, lavar, limpiar y organizar la casa del señor Humberto Ramírez, esposo de la vieja bruja. Días después, él se asomaba por la ventana avisándole a su hermanita su llegada; de repente, aparece la diabólica mujer en la cocina. Agarra el suave, liso y largo cabello de Francy, le da tres, cuatro vueltas y haciendo rebotar su cabeza entre la pared y su mano le grita: “¡bestia inútil, la comida está salada!” La niña grita desesperada, entre lágrimas y mocos pide perdón suplicando cesen los golpes, la vieja bruja no para de estrellar su cabecita contra la pared de la ahumada cocina, cada vez con más fuerza, sus gritos eran horrorosos. En un instante se detuvo a respirar, mientras la niña consumida en llanto se levanta sin encontrar equilibrio, de una patada de la vieja Aura se logra estabilizar. El niño al ver esa escena se sumerge en llanto, grita en silencio su infinita impotencia, se consume en odio, y hace un juramento.
Después de calmar su angustia, el niño va directo a la ferretería de don Humberto Ramírez y luego que el “Don” terminara de atender a su clientela se acerca al mostrador y empinándose asoma su cabeza por la vitrina ofreciéndose como trabajador. El hombre ve en Ariamiro un ayudante perfecto para la ferretería y, además, era la persona indicada para llevar una vaca de su casa a una finca grandísima que tenía en la loma. Finalmente, el señor Ramírez lo contrata por cinco pesos mensuales y la comida, dicho pago lo efectuaría a la bondadosa madre del infante.
En este punto, el viejo ya ha secado ocho veces sus dolorosos recuerdos en un pañuelo blanco con bordes grises, que guarda en el bolsillo izquierdo del jean oscuro y clásico que suelen usar los electricistas de empresa estatal, trabajo al cual se dedicó en su adultez. Pero luego de doblar con sus temblosas manos el pañuelo, y seguido de eso, guardarlo, se compone, acomoda sus gafas, cruza la pierna que constantemente tiembla y continúa la historia con su fuerte, ronca pero amorosa voz.
Mientras la tarde se hacía cada vez más fría y triste como esta historia, aquel canoso le pide a su amor un tinto con yuca, como acostumbra a decir; sin embargo, ella le lleva un tinto con patacón con el cual acompañó su relato…
El niño trabajaba todos los días, ayudando en la ferretería, trayendo la vaca a la casa a las cinco de la mañana para que la vieja bruja la ordeñara, devolviéndose con ésta al potrero y, además, a las tres de la tarde tenía que amarrar el becerro para que no se tomara la leche. En total, el niño caminaba veinticuatro kilómetros diarios, diarios, como los golpes que le daban a su hermanita.
Un día, iba por el camino real, lleno de barro y mierda, mezclado por las precipitaciones de la época, con la intención de amarrar al becerro. Eran casi las cuatro de la tarde, cuando ve en la cima de la loma, en un sitio llamado Pénjamo, a unos niños haciendo lo mejor que podía existir en el mundo, jugar trompo. Así como dice el dicho, no todo es malo, en la vida existían los trompos. Ariamiro terminó de subir la loma, saludó de la manera más varonil que conocía sacando su trompo y empezó a tirar pita. Según el viejo, había sido lo único “bacano” de tener que cuidarle las tetas a esa puta vaca. Pero al estar en medio de tanta felicidad con su trompo, sin cumplir con su labor, cayó la noche y él se devolvió para su casa a descansar. Al otro día, la vieja bruja hace escándalo, claro, la vaca no tenía leche, se la había bebido el becerro; entonces entre los esposos llegaron a una conclusión, se robaron la leche allá en la loma. Debido a esto, tenía que llevar la vaca al potrero de Antonio Osorio, a dos cuadras de la ferretería, al pastal que quedaba al lado de la iglesia.
Así fue la rutina del niño por mes y medio, ahora, sólo se demoraba llevando a la vaquita veinte minutos, lo dice el viejo burlándose de su picardía.
Un viernes, el señor Ramírez manda el niño a la finca a recoger un caballo de paso fino, para después, llevarlo a otro potrero que quedaba a tres kilómetros por la carretera que conduce a La Peña y Nimaima; después, coger un camino de herradura aproximadamente unos quinientos metros, allí quedaba un potrero pequeño donde debía dejar el caballo. El “Don” le explicó detalladamente cómo debía llevarlo: a paso lento, que sonara el “cucú, cucú”, porque era un caballo muy delicado y no se le podía dañar el paso.
Cuando iba pasando Pénjamo, Ariamiro le echó jetera al caballo y a puro pelo lo montó, así como él cuenta. -“Y fuish, el caballo iba a toda velocidad, no paraba nadie a ese animal, a galope tendido, y como yo era un verriondo pa’ montar en burro, en mula, en lo que fuera, me agarré de esa crin y hágale mijo”-. -“El equino ya conocía el camino, cuando éste se desviaba, el caballo kuik, agarró pa’ onde era, menos mal”- exclamó el canoso. Al llegar a la entrada del potrero donde debía dejar el caballo, la bestia, agitada y sudando, paró su carrera; el niño, también sudando encima de éste, sosteniéndose. No todo fue adrenalina, cuando Ariamiro se baja del animal se da cuenta que tiene “el culo pelao’” cada nalga con una llaga, por lo menos del tamaño de una moneda actual de mil pesos, pero eso no termina ahí, en el desespero, el niño orinó en sus manos y luego regó los orines en las llagas, fue un dolor “el berraco” afirma el viejo Ariamiro.
Al finalizar el día, dolorido en las nalgas, conciente de la culpa y, en extremo asustado de las consecuencias de haber estropeado al fino animal, llegó a la ferretería de Don Humberto. Allí, ve a un trabajador de la finca de Parmenio Palacios, quien tenía la enramada al borde de la carretera. El hombre estaba ahí, le decía al señor Ramírez: “andaba como alma que lleva el putas en ese caballo”, el esposo de la vieja bruja, le reclamó al niño, pero la situación no se extendió más afortunadamente, su angustia fue más grande que el castigo.
Mas a lo que pasaba con su hermanita debía ponerle fin, las torturas aumentaban día tras día, cada vez era peor la golpiza. Él ya tenía un plan en mente. Así que, una madrugada de junio de ese año, Ariamiro, cuando aún el cielo permanecía en tinieblas, alrededor de las cinco de la mañana, se llevó a su hermana, se irían a la finca de su tía Rosa, en la vereda Loma Larga, eran cerca de seis horas de camino, allí estarían en plena rocería. Hansel y Gretel emprendieron la huida de la casa de la bruja, rumbo a la finca de su tía; en el camino encontraron quebradas cristalinas y cuando el hambre apretó sus panzas, Francy sacó con emoción, de la caja en la que llevaba su ropa, un pan robado de la casa de la vieja bruja, largo como su brazo. Llegaron a medio día, exhaustos, con hambre, insolados, pero con la felicidad de estar juntos y lejos del suplicio vivido en los últimos meses.
El viejo respiró profundo y sonrío, ésta es sólo una de las tantas aventuras que la vida le estrelló en la jeta por tener de suerte una bárbara madre o a Bárbara como madre. Aunque tenga tristeza en su mirada, la sonrisa simboliza que fue un berraco y que por su hermana volvería a la finca a cargársela si las circunstancias así lo ameritan.
– Luisa Cuéllar, estudio Ciencia Política. Me gusta contar las historias de los viejos, como honra y respeto a sus canas.